Acabo de finalizar mi viaje por Camboya y me inunda un arrollo de sentimientos y emociones que arrojar sobre el papel, un cóctel de deleite con un toque de sirope de amargura. He pasado una semana visitando un país que no es el mismo que ayer ni será el mismo que mañana. Tremendamente bello a la vez que salvajemente devorado por la apetencia voraz de los turistas Camboya es el hogar del espectacular templo de Angkor Wat y alberga playas y parajes naturales únicos. Pero la inconsciencia de los turistas y codicia de inversores están devastando a marchas forzadas el encanto natural del país a la vez que desestabilizando la sociedad local ante la impasividad de las autoridades locales. Así, tras siete días de fantástica aventura salpicada con arrebatos de impotencia, paso a compartir mis suspiros de Camboya.

Poipet, punto fronterizo de entrada a Camboya desde Tailandia

Crucé desde Tailandia por el paso fronterizo de Poipet viajando en autobús local, aunque la gran mayoría de pasajeros eran extranjeros. Cinco kilómetros antes de llegar a la frontera, el conductor se detiene junto a un restaurante y anuncia a viva voz que es el momento de adquirir la visa. Todos se bajan del vehículo mientras observo atónito por la ventanilla como entregan sus pasaportes y un buen fajo de dólares a un par de locales repeinados tras una simple mesa de madera claramente colocada de forma improvisada en medio del local. Tras pasar unos treinta minutos expuestos a las arterías de los locales, los viajeros volvieron al autobús con pasaporte en mano y sonrisa de agrado.

Al conversar con ellos, me comentaron que habían pagado 40 dólares por la visa, cuando yo tenía entendido que tan solo valía 20, pero además habían desembolsado 3 dólares extra por la prueba de la malaria. ‘¿La prueba de la malaria?’ Pregunté extrañado. Resulta que les habían introducido un termómetro en el oído asegurando que necesitaban tener un certificado que dejara constancia de que no portaban la enfermedad y eso, por supuesto, tenía su precio. Acababa de descubrir que existía una tecnología puntera en un restaurante local de Camboya que era capaz de diagnosticar la malaria tras introducir un termómetro en el oído, ¡qué cosas!

Bandera y cartel del partido comunista de Camboya

Cuando al fin llegamos al paso fronterizo, pronto me percaté de estar entrando en zona comercial. Tras cruzar el borde de Tailandia y llegar al de Camboya, donde tenían que sellar mi pasaporte (para aquellos que no habíamos ‘contratado’ la improvisada agencia del restaurante local), me encontré con una ventanilla de la que asomaban tres policías y sobre la que un cartel rezaba “Visa, 20 dólares”. Entregué mi pasaporte y un billete de 20 dólares con una sonrisa que fue correspondida con una mirada fría de los oficiales mientras golpeaban con el dedo índice un folio pegado con papel de celo en el mostrador: “20 dólares + 150 Baht” (150 Baht = 4 euros). Mi respuesta fue golpear ligeramente y aún sonriendo el cartel que había sobre ellos, “20 dólares”. Como si de un duelo del lejano oeste se tratara, fruncieron el ceño y de nuevo golpearon, esta vez con más intensidad, el cartelito pegado en el mostrador que exigía una pequeña tasa añadida sin ningún motivo justificado aparente. Así, respondí señalando al cartel que marcaba el ‘precio justo’ con también algo más firmeza mirándoles fijamente. Tras tres o cuatro rondas donde la exaltación de golpes repetidos a carteles que defendían nuestros respectivos intereses iba creciendo, un oficial que observaba la escena desde la distancia se acercó, me cogió del hombro, dijo “OK, OK, OK” y me hizo pasar. Estaba convencido de que 20 dólares era el precio de mi visa y 4 euros extra suponía un importe muy alto si implicaba secundar y contribuir a un sistema de corrupción. No tengo duda de que la respuesta está en nosotros, la revolución se juega cada día y hemos de aceptar nuestra responsabilidad en cada acción.

Mi primera imagen al entrar en Camboya fue la de una niña, visiblemente menor de edad, repartiendo tarjetas de sus servicios eróticos con su número de teléfono impreso en ellas. Era solo un adelanto de lo que me esperaba por ver en Siem Reap, ciudad que alberga al majestuoso templo de Angkor Wat.

El madrugón mereció la pena para ver los templos de Angkor Wat al amanecer

Lo que más me sorprendió fue el poco cuidado y respeto por las instalaciones y ruinas tanto por parte de los turistas como de los responsables a cargo de gestionar y proteger el templo. Se trataban de las ruinas de unos templos que databan de hace más de 1.000 años y llegaron a alojar a 800.000 personas, convirtiendo Angkor Wat en (de lejos) la ciudad más poblada de la antigüedad. Sin embargo ahora había una masificación descomunal de turistas escalando por las rocas, tocando todas las esculturas, sentándose a comer y beber en estancias de los templos y demás barbaridades varias que me resultaba imposible entender que una gestión local permitiera sobre su patrimonio. Y en efecto no era así, pues tras investigar un poco a posteriori descubrí que el Gobierno de Camboya había cedido la concesión a una empresa petrolífera que facturaba 25 millones de dólares anuales por la gestión de Angkor Wat y retribuía tan solo 1 millón anual al Gobierno del país. Obviamente, la conservación de las ruinas no entra dentro de sus prioridades.

El lugar en sí es prodigioso, extraordinario y cuesta concebir que fuera construido hace más de 1.000 años un lugar tan bello y cautivador. Una de los aspectos más destacables es la forma de integrarse tras el paso de los años con el bosque que ahora inunda toda la zona. El circuito para visitar los templos más relevantes es de 20 kilómetros, la gran mayoría de visitantes lo realiza en tuc-tuc (transporte local motorizado) y unos pocos en bicicleta. Yo lo realicé caminando. A pesar de que los principales templos estaban masificados, eso no impedía poder contemplar su extremada belleza. Además disfruté caminando por el bosque del recinto, descubriendo incluso pequeñas aldeas de cabañas y templos camuflados en la densidad de la arboleda donde no había ni un solo visitante.

Los templos de Angkor Wat están repletos de arte en piedra

"¡Más barato que el Mercadona oiga!"

Se podía apreciar un factor común al resto de atracciones turísticas en Asia; los vendedores ambulantes locales obstinados en convencerte para adquirir cualquier tipo de artículo. No obstante, en este caso había una circunstancia asombrosa y es que muchos de ellos manejaban un vocabulario básico en un gran número de idiomas. Así, si uno se detenía a observar a un vendedor durante un momento, podías verlo ofrecer su producto en inglés y seguidamente, tras tratar de averiguar la procedencia del turista en concreto, preguntarle qué tal está en francés, chino, japonés o incluso español, hasta el punto de que presencié como unos turistas españoles pasaban frente al puesto de una vendedora de láminas de arte y al responder “Spanish” a su pregunta sobre su procedencia, esta exclamó “¡comprad! ¡Más barato que el Mercadona!”. En este caso a los perplejos paisanos no les quedó otro remedio que darse la vuelta, sonreír…y acabar sucumbiendo a los encantos de la vendedora local adquiriendo una de sus obras.

La visita a los templos fue una experiencia inolvidable, pero no tan gratificante fue mi primer paseo al día siguiente por la ciudad que los aloja, Siem Reap, pues está totalmente comercializada y plagada de turistas que dejan pasar por alto una ocasión tan maravillosa de descubrir una nueva gastronomía y tradiciones locales entregándose a establecimientos en los que consumen comida occidental, beben cerveza europea y tan solo interactúan con otros turistas.

Tras un breve paseo, me percaté que al haber visitado ya los templos de Angkor Wat mi tiempo en Siem Reap concluiría el día siguiente, pero antes quería explorar un poco y descubrir el auténtico aspecto de un pueblo camboyano, así que me dispuse a caminar en dirección contraria a las dos calles diseñadas para el turismo, una decisión que resultó ser un gran acierto.

La conmoción que había causado en mí la ocupación realizada por la influencia occidental en el centro de la ciudad, pronto se fue diluyendo conforme caminaba entre caminos de tierra rodeados de cabañas de madera y cañizo observando a los mayores dialogar pacíficamente en grupos mientras los niños jugaban y hacían de las suyas a sus anchas.

Niño vendiendo serpientes a turistas

Al cabo de un rato, llegué a lo que a primera vista parecía un templo abandonado pero al acercarme descubrí un grupo de personas vestidas de blanco escuchando sentadas el sermón de dos monjes budistas. Me fui aproximando sigilosamente para no importunar la ceremonia, aunque pronto percibí una atmósfera festiva y jovial, por lo que comencé a documentar gráficamente la escena. Seguí acercándome y para mi asombro, tras ver una pequeña corona de flores junto a una fotografía, entendí que se trataba de un funeral. Averiguando alrededor, descubrí una pira crematoria, donde estaban incinerando el cuerpo del difunto mientras la ceremonia tenía lugar. ¿Cómo puedo estar seguro de esto? Minutos después tuve la fortuna de conocer a alguien muy especial que me explicó con esmero los detalles y filosofía tras el rito que acababa de contemplar.

Seguí caminando y adentrándome en ese misterioso emplazamiento hasta que llegué a un pequeño poblado de casas de madera donde avisté las telas naranjas propias de monjes budistas colgando de varias cuerdas. Tras pasear por los alrededores, hallé un joven monje jugando con unos cachorros y me acerqué a conversar con él. Asombrosamente se comunicaba a la perfección en inglés y pude disfrutar de un interesante y enriquecedor rato de conversación con él.

Rathana Asous, monje budista tibetano, estudiante de la vida

Su nombre es Rathana Asous y tiene 22 años, 10 de los últimos cuales ejerciendo de monje budista. Me contó que esta pequeña aldea se llama Wat Bo y en ella viven 148 monjes que asisten a una escuela budista y pasan prácticamente todo el resto de su tiempo estudiando. Rathana comparte su habitación con otros dos monjes y me explica que aquí viven de forma muy humilde, pero está tremendamente agradecido a las personas que a través de sus donativos hacen posible que esta aldea exista. De cierta manera, la gente contribuye para que los monjes tengan unas condiciones de vida decentes y puedan estudiar y formarse, mientras que por otro lado, se ven retribuidos al poder consultar y pedir consejo a los monjes, charlar con ellos y contar con su tutela en ritos y ceremonias.

Su familia vive en una aldea muy humilde y le enviaron a este poblado para que tuviera la oportunidad de estudiar y aprender, aunque solo tiene la oportunidad de visitarles una vez al año. Al hablar sobre el rito que acaba de presenciar, me confirmó que se trataba de un funeral y que efectivamente incineran el cuerpo del difunto mientras se celebra la ceremonia para después depositar los restos en una de las pagodas. Cuando le pregunté sobre cómo era posible que todos los asistentes fueran de blanco y reinara un aire de jovialidad para despedir a un joven que había fallecido, me sonrió y dijo que para ellos la muerte no es el final, sino el comienzo de un nuevo inicio, de otra nueva vida, parte de un proceso que se va repitiendo indefinidamente hasta alcanzar el Nirvana.

Tras Siem Reap, me apetecía descubrir qué aspecto tenía la costa de Camboya, así que me desplacé hasta Sihanoukville, donde me alojé en un albergue local y alquilé una motocicleta al dueño de un bar para descubrir playas inhabitadas más allá de la civilización. De nuevo la sensación fue agridulce, pues a pesar de ser un lugar bello que alojaba playas vírgenes de arena fina y aguas turquesas, también se percibía el aliento de un imperialismo aplastante que avanzaba sin ningún tipo de complejos. Claro ejemplo de ello era el puente que lleva a la Isla de Kohpuos. Desde que llegué me llamó la atención su espectacular presencia, por lo que fui allí con la intención de cruzarlo y descubrir algo más. Para mi sorpresa, el puente, a pesar de estar totalmente finalizado, estaba cerrado al tránsito, hecho que despertó mis suspicacias. Tenía que averiguar más al respecto.

Puente hacia la Isla de Kohpuos

Acudí al lugar que siempre funciona cuando se requiere de una investigación profunda y sagaz: el bar. Tras compartir un par de cervezas con locales y extranjeros séniores asentados en la ciudad, dejé caer el tema y compartieron conmigo la historia del puente y la isla que más tarde he podido contrastar de fuentes fiables.

Las playas de Otres son espectaculares

La Isla de Kohpuos, a la que lleva el puente desde Sihanoukville, resulta ser un auténtico paraíso terrenal, combinando un denso bosque tropical y rica vida animal con unas playas vírgenes de ensueño…desgraciadamente un panorama demasiado bonito para perdurar. Un grupo de inversiones ruso consiguió la concesión de la isla durante 99 años con la promesa de “desarrollar” la zona. Pues bien, básicamente lo que han hecho ha sido construir un lujoso y modernista puente para cerrarlo al público mientras edifican y arrasan el hábitat natural a sus anchas con el objetivo de preparar una isla llena de pomposos y opulentos restaurantes, resorts y centros comerciales para atraer al turismo de alta gama. Y yo me pregunto, si destrozan y transforman un paraíso natural que antes disfrutaban los locales en un emplazamiento turístico donde todos los negocios van a estar controlados por magnates rusos, ¿desde qué punto de vista se puede esto llamar “desarrollo” para Camboya? Pero es que además, el principal inversor del grupo que logró la concesión de la isla, Alexander Trofimov, fue declarado culpable de abusar sexualmente a nada menos que 17 menores, por lo que fue condenado a otros tantos años de prisión de los que tan solo ha cumplido 3 de ellos antes de serle concedido el ‘Perdón Real’ y ser deportado a Seúl.

Tras descubrir como bailan de la mano belleza natural y controversia en Sihanoukville, me desplacé a Kampot, alquilé una motocicleta y me interné en un parque natural buscando un pueblo fantasma abandonado francés del que ya apenas queda nada.

Tuve la suerte de visitar el poblado fantasma de Kampot...¡cubierto de niebla!

Por último, antes de volver a Tailandia, hice noche en Battambang, alquilé de nuevo una motocicleta, fui conduciendo durante casi una hora y preguntando a locales hasta encontrar por fin el hogar de la más grande de las especies del único mamífero volador: el murciélago gigante de la fruta o como es llamado comúnmente, megamurciélago. Fue uno de esos momentos en los que a pesar de crear grandes expectativas, fueron superadas con creces.

Sabía que eran animales grandes, pero al poder presenciarlos de cerca su aspecto realmente impacta. Intimida verlos sobrevolar 3 o 4 metros por encima acompañando su vuelo con una imponente sombra bajo ellos. Su envergadura oscila entre 1’20 y 1’80 metros y, como su nombre indica, se alimentan de fruta. Además, la peculiaridad de este lugar es que a pesar de que hay cientos de árboles en la zona, todos los murciélagos se reparten en los tres que están situados en la entrada del templo budista de Wat Baydamram, hecho que alimenta el mito local sobre monjes y megamurciélagos protegiéndose mutuamente.

¡Megamurciélago!

Sin duda la aventura por Camboya ha sido una experiencia grata y enriquecedora en la que sobre todo he disfrutado el contacto con los amables y risueños habitantes locales, así como, en cuanto lograba huir un poco de la ciudad, una naturaleza pura y salvaje. No obstante, es ineludible la sensación de rabia e impotencia tras atestiguar como una vez más la ambición y codicia de unos pocos es capaz de tener una influencia tan devastadora sobre la cultura, tradiciones, forma de vida y en definitiva, el hogar de un número tan grande de personas. Pero me quedo con la parte más importante de la reflexión, y es que son tan solo unos pocos y al fin y al cabo tengo la certeza de que la forma en que orientamos nuestro consumo y forma de hacer turismo es la que sostiene o desacredita este tipo de inversiones y comportamientos imperialistas. Presenciar estas realidades me motiva e inspira para hacer llegar el mensaje de que todo está cambiando, pues si ellos son unos pocos nosotros somos muchísimos y cada vez somos más conscientes de nuestra responsabilidad, nos estamos dando cuenta de que un mundo mejor es posible y de que la respuesta está en nosotros.